
Estaba lloviendo ese día, era extraño, estábamos en Marzo y con lluvia, de esos días grises y melancólicos en los que se recuerda lo que no se quiere recordar. Por el marco de la ventana abierta escurrían unas gotas frías, hasta ellas se veían tristes, opacas, sin su brillo característico de lluvia de verano. Los árboles susurraban rogando al cielo que se detuviera, se estaban ahogándo y querían sol.
Entonces sucedió lo inesperado, llegó a la puerta una vieja amiga que traía en las manos dos cafés muy calientes, perfectos para el momento. A él le provocó una sonrisa, ella cargaba una lágrima en la mejilla. En silencio, con el humo del café en medio y el aroma contaminando sus fosas nasales, ahí donde las palabras no eran necesarias, sus ojos se encontraron.
“Se fue” – dijo ella
El no contestaba, trataba de entender lo que decía, aún cuando en su interior sabía lo que pasaba, tan sólo no quería admitirlo
“Hoy, 5 de la mañana, 3 cartas, 21 pastillas, 1 adiós” - añadió la mujer.
Para que decir más, él lo sabía, lo vieron venir hace semanas y nadie hizo nada. Era evidente, estaba ahí, claro como agua, pero invisible a los ciegos. Y ahora la culpa los invadía. ¿Podrían algún día perdonarse?
Ella puso los cafés sobre la mesa central de la sala de estar, abrió su bolso y sacó un sobre blanco con el nombre de él escrito al frente en tinta china. Lo observó, otra lágrima cayó. El sobre pasó de una mano a otra. El la sostuvo, la contempló, la quería abrir, pero no lo hizo.
“Una para ti, otra para mi, una más para la madre” - el escuchó de la boca de ella.
No hubo abrazos, no hubo sollozos, sólo lágrimas calladas y silencio incómodo. Ya nada sería igual. Jamás, nunca jamás.